
Del nacionalcatolicismo de mis tiempos mozos al actual, híbrido de distintas tradiciones, media un mundo. Ya no hay infierno ni limbo ni purgatorio. Los rosarios y las letanías dejan paso al silencio como oración. Del reclinatorio, al banquito de meditación. Ya no hay confesionario en las iglesias y muchos curas son un residuo del patriarcado en una iglesia oscurecida por la corrupción, que tiene su sede en el estado más rico del mundo.
El catolicismo siempre fue dual, dirigido a un Dios-Otro, que necesitaba sacerdotes mediadores y que mantenía no pocas reminiscencias inquisitoriales para guardar la ortodoxia de la fe. Inquisición que, después de los Reyes Católicos, fue renovándose con el nombre de Tribunal del Santo Oficio en 1908 con Pío X y que con Pablo VI en 1965 recibió el nombre de Congregación para la Doctrina de la Fe. De ella se alimenta la Conferencia Episcopal, que condenó a almas grandes, como la del sacerdote Diarmuid O’Murchu, censurándole y retirando su libro Rehacer la vida religiosa, que, como el tiempo ha demostrado, fue un libro premonitorio y O’Murchu un visionario.
Ese catolicismo dual, que perseguía con la muerte o la excomunión a los “herejes” y a los libres en el Espíritu, ahora se apoya y acoge como propios a aquellos iluminados y místicos que tuvieron serios problemas con la ortodoxia institucional del clero por no ser duales. El mismo clero que ahora se apunta al carro de la no dualidad.
Con importaciones del budismo, del hinduismo, de la herejía, del esoterismo, de ateos despiertos, de seres llenos de Dios al margen de la religión oficial, como Simone Weill o Etty Hillesum, y de todas otras tendencias que en otro tiempo hubieran sido objeto de condena, hoguera o exclusión, se ha convertido en un cajón de sastre que, con el nombre de nuevo paradigma, pretende ser un catolicismo renovado, como si algo pudiera ser lo mismo y su contrario, blanco y negro, agua y aceite. Desde este nuevo paradigma católico se pretenderá que sí, se hablará de la paradoja o se forzará el lenguaje como un artilugio de sofistas capaces de defender lo blanco o lo negro, según interese a su creencia o a la supervivencia de la institución.
Y eso parece que le ocurre al catolicismo, que no se resigna a desaparecer como institución patriarcal y poderosa, de religión creada a golpe de concilio. Y ante lo evidente de la ciencia, su histórica enemiga, y la madurez de conciencia de los católicos, busca una nueva reformulación a la que llama nuevo paradigma para no desaparecer como institución. Algunos dicen que se debe trabajar “desde dentro”, pero bastante inútil parece cuando no se sanea lo enfermo ni se revisa lo caduco. Trabajar desde dentro resulta cómodo cuando no se tiene el valor de decir no, o de rebelarse ante situaciones injustas. Sin esa necesaria rebelión frente a la verticalidad agobiante, seguiremos bajo el yugo del patriarcado y de lo absurdo de unos dogmas e imposiciones que atentan contar la dignidad humana con el pretendido cuento de servir a un Dios que no es más que la sombra proyectada de unos mortales arrogantes que siguen excluyendo a la mujer en los temas y en las decisiones que les afectan. Valga como muestra la denigrante imposición de la clausura a las monjas mediante la decretal Periculoso del Papa Bonifacio VIII en 1298, con tono amenazador y represivo para preservar por el miedo a los varones de las tentaciones de las hijas de Eva. Dainville destaca el hecho de que este documento respalda con la máxima autoridad eclesial los esfuerzos de los abades de Cluny y Citeaux, preocupados de proteger a sus monjes de las consecuencias del extraordinario florecimiento de vocaciones femeninas durante los siglos XII y XIII (F. Daniville. “L,accès des Religieuses à la vie active”, Vie Spirituelle 81, (1949). Asunto que llegó al colmo de la desviación cristiana y de la misoginia con el Concilio de Trento, entre 1545-1563. Persistiendo este patriarcado androcéntrico se pretende modernidad y nuevo paradigma de importación oriental.
Mientras que las importaciones orientales avanzan, por los pueblos profundos de nuestra geografía aún se presencian los vestigios de lo que fue el catolicismo dual, androcéntrico, moviéndose entre el pecado, la culpa y los rezos en las penumbras de las iglesias. Me encontré con una monja, ya de edad, que me dijo: “Con tantos cambios en el catolicismo: ¿a quién he estado rezando yo toda mi vida, si esto es una nueva religión?”.
Con un poquito de interés y de discernimiento es fácil comprobar que la mutación del catolicismo para su supervivencia no habla claro, no asume sus sombras y sus errores, no habla de los cuentos que nos han contado e importan espiritualidad de otras tradiciones sin haber saneado sus dogmas y concilios, manteniendo rituales desconectados y carentes del sentido profundo de los símbolos, y leyes denigrantes y contrarias a la democracia de un estado laico.
Pues sí, parece una nueva religión hecha de coger un poquito de aquí y de allá para maquillarse de actualidad. El cajón de sastre del catolicismo actual es una evidencia de su agonía como institución. No puede borrar el pasado de sus sinsentidos, su infantilismo, sus absurdos, sus crueldades, su oscura historia, pero sí ir al origen del cristianismo donde Oriente y Occidente se dan la mano en un Jesús no dual, que resucitó antes de morir: Dejad que los muertos entierren a sus muertos (Lucas 9, 60). Ese Jesús que dejó en la cruz el ego que nos impide ver la Tierra Prometida de la que hablan mitos y leyendas de todos los tiempos y tradiciones. Lo podemos llamar la Tierra Pura o el Reino de los Cielos. Y es más fácil llegar por la ciencia y la psicología profunda a la autorrealización o unión con el Padre, en palabras de Jesús, que con un catolicismo rancio que no es capaz de asumir su propia sombra y lleva siglos desorientando, prohibiendo y poniéndose en evidencia: Por sus frutos los conoceréis (Mateo, 7, 16).
Oriente y Occidente se funden en Jesús, en el verdadero sentido de ser Hombre en Dios, en el verdadero viaje interior del héroe, el que baja al infierno de sí mismo (el inconsciente) para renacer en Dios, en la Totalidad (unión de consciente e inconsciente), en la Unidad. Diferentes palabras de un proceso psíquico que desde la psicología llamamos psicosíntesis (Assaglioli), individuación (Jung), autorrealización (Maslow) y que recorre las tradiciones desde el lenguaje común de los símbolos que anidan en los mitos.
Es el viaje a un Estado de Ser Despierto, que ilumina la comprensión, llamada Nirvana, Satori, Reino de los Cielos, Regreso a Ítaca o Volver a Casa. Un estado donde no reina el ego, en el que el yo ha dejado paso al sí-mismo. Un Estado de Ser que nos conduce al verdadero nuevo paradigma: hacia un estado evolucionado de conciencia desde el que se mira con compasión lo viejo y se comprende el profundo y maravilloso sentido de ser cristiano. No desde un Jesús que sube al cielo en cuerpo tras su muerte. Hablamos de una fe madura y viva, hablamos de un Jesús que nos enseña a resucitar en vida, a renacer, a despertar. No desde un Jesús que muere por nosotros, como chivo expiatorio, para salvarnos, residuo de la tradición judía, sino como un Jesús que nos enseña a asumir nuestras sombras y culpas, para comprender las del prójimo y amarle en comunión profunda: El que esté libre de culpa que tire la primera piedra (Juan 8,7). Ese gran psicólogo y terapeuta que fue Jesús nos conduce a lo Crístico, al Despertar. Desde el anhelo que late en cada uno de nosotros, Jesús nos conduce a ser la Encarnación de la segunda persona de la Trinidad en el Cuerpo Místico Universal, Útero de Iniciación, de iluminación y encuentro de toda la Humanidad renacida. Así, la Trinidad no es el dogma ininteligible de la institución, sino experiencia de vida en la Vida. Y, como expresa Raimon Panikkar en la página 85 de su obra La Trinidad: “el Espíritu viene después de la cruz, después de la Muerte opera en nosotros la resurrección”. No es el Jesús chivo expiatorio, es el Jesús Camino que nos enseña a resucitar, a despertar.
Lo que agoniza no es el cristianismo, que cada vez se hace más universal desde la esencia con otras tradiciones. Lo que agoniza es el catolicismo institucional que, por mucho que quiera convertirse en un cajón de sastre, sigue ostentando un gran poder económico y patriarcal, sigue siendo excluyente y objeto de escándalo desde la pederastia y la corrupción.
El catolicismo ha llevado las enseñanzas de Jesús a lo institucional, cuando Jesús murió por ir en contra de la ley institucional, más pendiente de ser cumplida que del amor al prójimo. Y ya lo dijo Jesús: el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado. La eterna cuestión entre derecho y justicia, entre ley y amor.
La Iglesia católica ha inventado un Jesús contra las enseñanzas del mismo Jesús. Un Jesús a la medida de su necesidad de poder institucional, de sus sombras y de sus miedos. Desde ahí ha manipulado las conciencias con conceptos como pecado, culpa y salvación erigiéndose como mediadora entre Dios y los hombres. Ha institucionalizado a Dios a su imagen y semejanza. Y por mucho que ahora se quiera enganchar al carro de lo que nos va llegando de otras tradiciones, no deja de ser patriarcal, excluyente y dual.
Todo sería mucho más sencillo si el catolicismo volviera a ser cristiano en el más puro y genuino sentido de la palabra, pero para ello necesita una deconstrucción muy difícil de asumir, tan lleno como está de teologías, dogmas y preceptos, de intereses, de ego tirano disfrazado de virtud.
Cambiar la institución de la ROMA rica y patriarcal de dogmas y leyes, por el AMOR universal en la libertad de Espíritu del siglo XXI es la asignatura pendiente de un catolicismo que tiende a desaparecer por mucho que se disfrace de orientalismo. Desde la fe adulta y viva del cristiano de hoy tendemos la mano para formar el Cuerpo Místico Universal de la Nueva Conciencia. Ese es, y no el cajón de sastre, el nuevo paradigma.